Por Ignacio Aguiló

El 18 de enero de 2020, la sociedad argentina se estremeció frente a la noticia del asesinato a golpes de un joven de diecinueve años llamado Fernando Báez Sosa, ocurrido a altas horas de la madrugada en la puerta de una discoteca en un centro de veraneo. El crimen de inmediato generó un importante debate público, motivado principalmente por el hecho de que los perpetradores eran un grupo de varones jugadores de rugby de entre dieciocho y veintiún años. Según informaban los medios a partir de declaraciones de testigos, los rugbiers habían planeado el ataque como un ajuste de cuentas luego de un supuesto entredicho dentro del club nocturno. Luego de castigar al joven brutalmente en el cuerpo y la cabeza, lo abandonaron en el piso inconsciente. Murió a los pocos minutos cuando era ingresado en un hospital en una ambulancia.
Pablo Alabarces afirma que, desde principios del siglo veintiuno, el rugby masculino en Argentina ha sido objeto de operaciones nacionalistas por parte de la prensa y el mundo de la publicidad, en parte debido a la buena performance internacional de la selección argentina pero, principalmente, por su capacidad de activar un narrativa nacional alternativa al fútbol – históricamente el deporte articulador del gran relato de la argentinidad, inclusivo de los sectores populares. El rugby, según Alabarces, ofrece la posibilidad de un contrapunto radicalmente antiplebeyo frente al fútbol (dado su estatus como deporte de las clases media y alta), al mismo tiempo que asegura la continuidad de una concepción primordialmente masculina de lo nacional. En varias ocasiones, la selección masculina de rugby ha sido presentada en la prensa como baluarte de la argentinidad en su manifestación más positiva y plena: patriotismo, sacrificio, trabajo en equipo y entereza, y la capacidad de combinar el juego brusco con la caballerosidad deportiva y el respeto por las reglas. El rugby implica así un cierre de clase, siendo el deporte preferido por las instituciones educativas y deportivas privadas de elite o con aspiración a serlo.
A pesar de que ya existían visiones críticas de la idea de la cultura rugbier como modelo de ciudadanía, el asesinato de Báez Sosa desestabilizó esta narrativa, generando una discusión intensa sobre la relación entre rugby, machismo y clasismo. En los medios y redes sociales, se multiplicaron las voces que hacían referencia a múltiples incidentes de violencia sobre hombres de extracción social baja y mujeres por parte de grupos de rugbiers (particularmente jóvenes). Sin embargo, con algunas excepciones, el crimen no inspiró en la opinión pública un debate análogo sobre el racismo. Esto, en principio, podría parecer anómalo, dado que, durante la paliza, uno de los rugbiers le había gritado a Fernando “negro de mierda”, y las fotos del joven que circulaban en los medios atestiguaban su tez morena. La mayoría de los medios simplemente tomó la expresión como un insulto clasista. Impunidad de clase. A Fernando, el hijo de un matrimonio de inmigrantes paraguayos que trabajan cuidando un edificio, lo habían llamado “negro” porque era de procedencia humilde. Tal como lo expresó Alejandro Mamani, referente del colectivo antirracista Identidad Marrón, el asesinato había hecho a los argentinos “hablar de patriarcado, de deporte violento, pero no pudimos hablar de racismo siendo que eran 10 chicos blancos contra uno que no lo era”.

Fernando Baez Sosa y su novia. Fuente: https://www.lanacion.com.ar/sociedad/la-novia-fernando-baez-sosa-indignada-liberacion-nid2359650.

Y sin embargo, este silencio no resulta tan extraño si consideramos la persistencia en Argentina de una visión generalizada que postula la supuesta homogeneidad racial de la sociedad argentina, producto de la blanquización y europeización casi total de la población durante los años de la organización nacional (además de la presunta extinción de afrodescendientes y pueblos originarios durante ese período). De acuerdo a esta narrativa, lo racial funcionaría como un locus donde se expresan elípticamente tensiones, conflictos y prejuicios de naturaleza esencialmente socioeconómica y política – particularmente, de la clase media y alta, tradicionalmente antiperonista, frente a los pobres urbanos, arquetípicamente peronistas.
En los últimos años, esta visión ha sido sujeto de críticas crecientes, desde múltiples sectores, quienes afirman la existencia de estructuras de dominación estrictamente raciales – si bien, obviamente, intersectadas con otras variables sociales. Estas estructuras se sustentarían en la invisibilización histórica y sistemática de sectores que no conforman con el modelo de identidad nacional blanco y europeizado: pueblos originarios, afrodescendientes, “negros” (término que no refiere a una africanidad, sino que comúnmente funciona como significante de una “no blanquitud” indefinida y principalmente urbana) y “morochos” (término análogo a “negro”).
La idea de invisibilización es común en los discursos activistas e intelectuales que denuncian el racismo estructural, y no solo en Argentina. El problema es que, semánticamente y políticamente, nos posicionan en el plano de los que hacen la invisibilización – es decir, con los que dominan, no los dominados. No obstante, aún es posible aceptar que hay cierta utilidad analítica y política detrás de esta categoría. Es indudable que las subjetividades no-blancas han sido excluidas tradicionalmente de las representaciones oficiales y públicas de la nación por parte de los autorreconocidos como blancos y europeos, complementando simbólicamente un racismo “material”, que se manifiesta en marginación, pobreza y violencia. Es usual que aquellos con rasgos indígenas en las ciudades sean percibidos como extranjeros latinoaméricanos. A esto podemos agregar que las personas que se autoidentifican como pertenecientes a un pueblo originario tienden a habitar regiones geográfica y políticamente periféricas (sus antiguos territorios tradicionales en la Patagonia y el norte), y son poco “visibles” a nivel nacional. En el caso de los afrodescendientes, si bien viven en los centros urbanos, siguen constituyendo una minoría que, como señala Frigerio, también es generalmente asumida como procedente del exterior (Brasil, Cabo Verde, Haití, Senegal). El caso de la dirigente afroargentina María Magdalena Lamadrid, quien, al intentar abordar un vuelo al exterior fue detenida por las autoridades migratorias al sospechar que su pasaporte argentino era una falsificación (bajo la lógica de que “no hay negros en Argentina”), es paradigmático de esta visión. Además, muchos afroargentinos han sido “emblanquecidos” por décadas de uniones interraciales.
Si bien, como expresé, la categoría de visibilización ofrece cierta utilidad conceptual, no está exenta de limitaciones, particularmente cuando se trata de aquellos “negros” y “morochos” constitutivos de lo que comúnmente se entiende como “el pueblo” o los “sectores populares” (y que incluye a migrantes pobres). En ese caso, la categoría por sí sola no alcanza porque el fenotipo continuamente está ahí como recordatorio de la diferencia social visible y negada a la vez. Tal como dice Adamovsky, Argentina “es un país donde se supone no hay negros y, sin embargo, hay negros por todos lados, molestando en las calles”. Así, la idea de sociedad homogéneamente blanca y europeizada, postulada como una realidad irrefutable por los sectores dominantes, es simultánea y constantemente contradicha por una mayoría demográfica que no se corresponde con esta idea del cuerpo nacional. Dado que las tensiones raciales se enmascaran dentro de las dinámicas de clase, las elites pueden refutar la existencia de racismo estructural y, al mismo tiempo, perpetuar formas de dominación racista. Este cómic del dibujante Otto Zaiser, publicado en la revista Alegría a propósito de las protestas antirracistas en Estados Unidos luego del asesinato de George Floyd, captura a la perfección esta visión de los sectores blancos y acomodados de Argentina que conciben al racismo como un problema de otros países (que merece ser repudiado) pero refuerzan (y/o silencian) la existencia de racismo al interior de la sociedad contra los “negros populares”.

Fuente: https://twitter.com/alegriapolitica/status/1266711156204470273/photo/1

Volviendo al caso de Fernando Báez Sosa, me gustaría aventurar una hipótesis: que los rugbiers no lo llamaron “negro” porque era de extracción humilde, sino que pudieron deducir que era de clase trabajadora porque vieron que era de tez más oscura que ellos. Leyeron la clase en el fenotipo, y no al revés. Con esto quiero señalar no solo que lo racial en Argentina funciona como una variable social en sí misma y no como algo subsumido en la clase sino que, al contrario de lo que a veces se postula, frecuentemente es muy visible – es decir estructura la vida cotidiana de manera deliberada. En ese sentido, en ocasiones me parece productivo problematizar el racismo estructural contra los “negros” alrededor del plano de lo que se enuncia (y en las interacciones con las personas racializadas como no blancas), y no solo respecto a lo que se visibiliza (o invisibiliza). Tomemos otro ejemplo del rugby. En noviembre de 2016, los medios reportaron cómo Tomás, un chico de dieciocho años de San Isidro (uno de los barrios más exclusivos del país), había rastreado a Javier, el joven que había sido apresado por entrar a robar a su casa. El propósito era incentivarlo a sumarse a Los Espartanos, un equipo de rugby creado por un abogado penalista y ex rugbier, y conformado por reclusos. El objetivo del equipo es promover la rehabilitación y reinserción social a través del deporte. Presentado como un ejemplo de civismo, los diarios reprodujeron la fotografía de los dos chicos, abrazados.

Fuente: https://twitter.com/BBeccar/status/801211727857811456

La imagen ofrece la posibilidad de ver los mecanismos del racismo en Argentina en pleno funcionamiento, en el sentido de que la diferencia fenotípica entre ambos jóvenes es claramente visible y, sin embargo, completamente omitida en los medios. Esta omisión no obedece a la corrección política o una visión post-racial, sino al hecho de que, en el discurso público, jamás se enuncia la diferencia étnico-racial como estructurante de la jerarquía social. Es decir, lo racial nunca llega al plano de lo que se dice. Javier es un muchacho pobre, marginal, pero no alguien de una raza distinta a la de Tomás. Lo racial aparece codificado en la clase, o en el referente espacial “villero” – que es también una abreviación de “negro villero”, en referencia a barrios informales (“villas miseria”), masivamente habitados por no blancos. También en tanto “pibe chorro” (un término común para referirse a delincuentes juveniles procedente de la “villa”). Como en el caso del “negro de mierda” gritado a Báez Sosa, es solo en el discurso cotidiano e informal donde lo racial se manifiesta, se enuncia, y solo en tanto agresión e insulto (es decir, como racismo). Pero lo racial y lo racista es rápidamente minimizado en el discurso público y oficial, donde es presentado como lenguaje clasista o, directamente, ignorado (de vuelta, volvemos al plano de lo que se enuncia, no de lo que se visibiliza). Es probable que Javier mismo no se identifique como perteneciente a una raza diferente a la de Tomás, y que también exprese la diferencia racial elípticamente. Lo racial, en el caso de los sectores populares, solo surge en discurso de los otros (los blancos), en el ámbito cotidiano (nunca en el lenguaje oficial), y solo como manifestación racista.
Abordar el racismo no solo en minorías con peso histórico (pueblos originarios, afrodescendientes) sino en aquellos que no se autoidentifican – o son identificados – con identidades étnico-raciales definidas constituye uno de los desafíos del activismo y de la investigación antirracista en Argentina. En el último tiempo, más voces críticas que llaman al racismo por su nombre se han multiplicado en ámbitos activistas, institucionales, intelectuales y artísticos. Las protestas contra la muerte de Floyd y Black Lives Matter en los Estados Unidos contribuyeron al creciente debate sobre la existencia de racismo estructural en Argentina. En este contexto, es importante redoblar los esfuerzos para reafirmar en el debate público cómo estas dinámicas racistas afectan no solo a minorías étnico-raciales bien definidas sino a los sectores populares. Un ejemplo de ello es la nueva campaña antirracista del INADI (Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo). Los esfuerzos de colectivos de activistas como Identidad Marrón o las intervenciones públicas de académicos como Adamovsky o Grimson también apuntan en esa dirección. En el ámbito cultural, fenómenos como la cumbia villera, la obra de Daniel Santoro o la producción de escritores como Cucurto o Cristian Alarcón han expuesto cómo los sectores humildes sistemáticamente sufren una violencia de corte no sólo clasista, sino racista. Me cuento entre los varios académicos que han enfocado su investigación sobre estas manifestaciones antirracistas y es un área a la que queremos contribuir a través de Cultures of Anti-racism in Latin America and the Caribbean.

  • Foto de rugbiers por Raúl González Prats. https://www.flickr.com/photos/147371334@N04/30074352760